viernes, 5 de febrero de 2010

12 de enero: El día más zacoalquense de todos



Salvador Encarnación

Pasaban de las diez de la mañana en el reloj de la parroquia; el teponaxtle y el violín invitaban a renovar la tradición del doce enero, mejor conocida la fiesta como El Día del Cerrito. Había sol y frío; en momentos había más nubes, luego frío y un poco de sol por las cabañuelas.
Hoy es el día más querido por los zacoalquenses. Estén donde estén, todos recuerdan la fiesta: La peregrinación, la subida, la capilla, la terraza, el castillo. ¿Cómo estará el Cerrito? Preguntan. Y la memoria vuelve a la búsqueda de un lugar para comer, a la contemplación del pueblo desde arriba. ¿Quién de niño, no buscó su casa entre las mezquiteras?
El violín y el teponaxtle siguen trayendo los recuerdos, invocándolos, convocándolos a este día, el más zacoalquese de todos.
Una señora trae a su niño vestido de indito. El niño trae su ojo enfermo, con parche, y si la ciencia no ha podido aliviarlo de seguro lo hará la Virgen del Cerrito. Allá viene una niña vestida de indita con sus flores en el pecho, acá está un Juandieguito con su ayate de manta con la figura de la Aparecida.
Danzantes por ahí, por acá y más allá, se relujan con sus capas, penachos y sonajas. Los días de los ensayos pasaron, hoy es el día, el mero día de subir bailando, de no rajarse a pesar del cansancio, la sed y las ampollas.
Suenan las sonajas. Se escuchan los primeros pasos y las danzas inician el baile. Son las danzas de la Conquista, es el relato que por muchos años se ha representado en Zacoalco: Cortés y la Malinche; la Virgen con su manto azul y vestido blanco, los indígenas; todos juntos bailando. Tres banderas: La roja, la blanca, la verde; ellas ya manifiestan los colores mexicanos. Todos atrás de las banderas.
El reloj sigue su caminar. De una camioneta salen unos hombres y bajan una enorme manta. La desdoblan y es una Guadalupana inmensa, un tanto maltratada por los viajes, las asoleadas y las tormentas. Luego aparece una escolta de mujeres que portan un estandarte de la virgen de Zapopan. Atrás de ellas suena el clarín. La banda de guerra anuncia firmes; los corazones de inflaman, se iluminan. Ninguna voz ordena nada. Nadie grita ni se inconforma. La inmensa Guadalupana es conducida entre las danzas que respetuosas abren paso. Es ella, la madre, la protectora, la aparecida entre las rosas, la que unió las razas dispersas y les dio un solo corazón: el que ahora palpita, baila; pide consuelo, salud; agradece y camina.
Los cohetes truenan en el cielo. El teponaxtle y el violín conducen los bailes. Los peregrinos se forman. Los ramos de flores lucen aquí, allá, más allá. Todas esas flores van al Cerrito. Todos ellas son el corazón florecido, agradecido, visible, de quien las carga.
La gran Guadalupana encabeza la peregrinación. Ella va y todos como puestos de acuerdo la siguen. Pasa la esquina del Auditorio. Aplausos la reciben. Aplausos le dicen que este doce de enero es su fiesta, la de su capilla, la de su Cerrito, la de su Zacoalco. Todo el contingente en menos de cinco minutos se ha vuelto un hilo, un río, un camino. La gente se amontona en las banquetas para mirar el paso de la peregrinación. De otras bocacalles salen más peregrinos que se suman y otros desesperados ya están arriba, en el Cerrito, desde el amanecer, cantando Las Mañanitas.
Cierra la peregrinación una Guadalupana de bulto. Su trono es jalado por un Hummer de amarillo soberbio. ¿Se luciría la virgen con ese milagrito?
La plaza queda casi sola. Sale un poco el sol y ni así se disipa la tristeza. Es como ver un cuerpo sin corazón. Como una risa sin alegría, así quedó la plaza.
Poco después una ristra se escucha desde el Cerrito. “Ya llegó la peregrinación a misa de doce.” Me dicen.
Así empezó el Día del Cerrito en Zacoalco.

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